lunes, 29 de febrero de 2016

Anina y Gatuna III

Gatuna: un golpe de suerte


Gatuna ya está algo cansada de corretear en el patio, correr sola por dos horas deja de ser divertido a medida que el tiempo va pasando. Aunque la gatica es muy joven aún, se siente un poco cansada de salir sólo en la noche, apenas se acaba la diversión. Es extraño que un gato piense eso, pero ella no se siente tan gata como debería. La verdad es que le da un poco de susto salir a explorar de noche, sola. ¿Y si se pierde? ¿Y si algún gato pendenciero la ataca? No sabría qué hacer, no sabe cazar ni siquiera, qué podría hacer si se encuentra al gato pendenciero, o un perro, o quién sabe qué. La noche, aunque hermosa, se siente peligrosa. Anina nunca sale de noche, tal vez a ella también le asuste, así que no hay muchas más garantías para una gata tan pequeña e inexperta como ella. Es mejor quedarse en el patio, donde está segura.


Por supuesto, sería mucho mejor poder salir de día y compartir la felicidad de los pajaritos que pasan el tiempo en su patio. Sería lo justo, es su patio. Pero su deseo no se basa en la justicia, sino en la alegría. Deben tenerla en grandes cantidades, siempre están volando, cantando, tomando el sol. ¡Eso sí es vida! También quisiera oír historias de lugares lejanos, paisajes desconocidos, situaciones novedosas, algo que le muestre la vida más allá de su casa.


Tampoco es que nunca haya salido de las cuatro paredes, ha tenido dos paseos con Anina al parque, en los que ha visto la vida por fuera del cómodo hogar, pero quiere conocer más. En estos dos paseos no ha tenido oportunidad de conversar con algún amigo gato que le dé algunos consejos, ni con pajaritos que le confirmen su sospecha de que es posible comunicarse entre sí. Sólo conversa con Anina, pero al parecer ella no entiende nada de lo que Gatuna le dice, porque Gatuna pregunta por los nombres de las flores y Anina le responde que el nuevo restaurante que visitó el viernes tiene un mesero muy maleducado.


El amor es difícil de entender, no es algo que se ve, ni se toca. Se siente y mucho. Que Anina le entienda o no lo que pregunta, no importa, porque su amiga humana entendió y sintió algo determinante para la historia de Gatuna: que su vida corría peligro y que quería una oportunidad de vivir. Es hora de contar cómo se conocieron este par de personajes.


Antes de Anina trabajar en el café, no tenía empleo alguno. Acababa de graduarse, pero en su pueblo nadie necesita una periodista, así que encontrar ocupación se hizo cada vez más complicado. Sus padres le ayudaban con dinero mientras encontraba algo, pero su independencia es algo importante para ella, así que tomó la dura decisión de ampliar su búsqueda a otros oficios diferentes. El pueblo es pequeño, no hay mucho por hacer que pueda ser emocionante o proponer desafíos intelectuales. Lo más cercano al arte que había encontrado era barrer la sala de cine local y no era algo que le provocara mucho.


Cierto día, una compañera de escuela le contó que había una oportunidad muy buena de trabajo, con la cual podría ser su propia jefe y viajar por muchos lugares. Anina, emocionadísima, acudió al llamado creyendo, confiando que esta era su oportunidad. Llegó al encuentro y tristemente notó casi de inmediato que era un negocio de repartidora de fertilizantes intermunicipal. Una mierda, literal.


Luego de la triste “reunión de negocios” con su compañera, Anina había perdido todas sus esperanzas. No encontraba nada, nada en ese pueblo que le hiciera sentir la alegría de existir. Ni un familiar, ni un amigo verdadero, ni un empleo, nada. Sola, sin dinero propio ni algo interesante qué hacer, parecía que le tocaría irse a vivir a la ciudad en la que sus padres viven, la que es mucho peor porque la contaminación es bastante alta y la concentración de personas todavía más. Por eso no quería dejar su pueblito, aburrido pero limpio, tranquilo y rural. Es mejor hacer lo que sea aquí que en una gran ciudad como aquella, pero transportar fertilizante es demasiado.



Pero cuando todas las puertas se cierran, Dios abre ventanas. Y la ventana que le abrió ese día es mucho mejor para Anina que cualquier puerta. Caminando hacia su casa, triste y sin opciones, pasó por una ferretería en donde se encontraba un señor con una caja de cartón. Se veía furioso, con cara de pocos amigos (o ninguno). Acto seguido, el señor dejó la caja al lado del depósito de basura de la ferretería y se fue. Cuando Anina pasó por el depósito, la caja se movió. Normalmente habría salido corriendo, pero no lo hizo. Se atrevió a mirar dentro de la caja y es lo mejor que ha hecho en su vida, pues dentro encontró un hermoso regalo, una pequeñísima gatica negra, muy delgada y sucia. Tenía los ojos más hermosos que Anina hubiera visto, vio en la mirada de la pequeña que era un ser fuerte, que no estaba en su mejor momento pero quería vivir y ser feliz, justo como ella.


Cuando Anina la vio, supo que este animalito iba a ser el inicio de su buena suerte y la llevó para su casa. Le hizo una deliciosa y cómoda camita, la bañó, le dio comida y muchas caricias. Gatuna se sintió en el cielo, ella no imaginaba vivir un día más, daba por sentado que su vida iba a ser extremadamente corta, pero su esperanza volvió al conocer a Anina. Siempre vivirá agradecida con su amiga humana por haberle salvado la vida.



Gatuna nació en un hogar triste, con más necesidades que cariño. Su madre murió al dar a luz. Aparte de ella, nacieron otros dos gatitos, hermosos y vivaces, por lo que fue muy fácil para los amos de su mamá regalarlos a los vecinos que pasaban. Pero nadie quería llevarse a Gatuna, pues dicen que los gatos negros son de mala suerte. El señor no quería a los animales, la única razón por la que cuidaba a la madre de Gatuna era porque esa gata era de su madre, quien le pidió al momento de morir que la cuidara. El hombre no tuvo más remedio que cuidarla, pero cuando esta gata fallece, el contrato se rompe, ya no hay ningún compromiso. El señor, al ver que nadie se lleva a la gatica negra, decide dejarla en el basurero sin ningún remordimiento.


Así que, si no fuera por Anina, Gatuna habría muerto en cuestión de días. Nunca sabemos qué nos depara el destino, sólo queda confiar en que viene algo mejor para nosotros. Gatuna lo hizo y le funcionó. Cuando llegó a la casa de Anina por primera vez, no lo podía creer. Sintió lo que es el afecto, ya era hora de que alguien notara algo más en ella que el color de su pelaje y le mostrara algo de cariño.

Este encuentro fortuito fue el inicio de una gran amistad, el primer ladrillo en la construcción de un hogar y un gran golpe de suerte para las dos.

Anina y Gatuna II

Anina: sentimientos encontrados… ¿o perdidos?


Ya son las 8 de la noche. Las orejas de Gatuna empiezan a moverse, siente unos ruidos, ruidos que le avisan que Anina ya llegó (por fin) a su casa. Primero suenan las ruedas de una bicicleta, las que Gatuna reconoce prestamente porque hacen un sonido particular, es una mezcla entre metal y armonía, un sonido cálido aunque helado como el metal mismo, una fusión irónica igual que la persona que producía tal sonido. Cosas que sólo gatos entienden.


Estas ruedas, su sonido, su vibración, se sentía más cerca y entre más se acercaba, más lento se hacía… hasta que paraba. En ese instante es cuando el sonido metálico se transforma en uno seco, sutil pero contundente. Son las pisadas de su amiga. Cada pisada es un segundo menos que Gatuna debe esperar para ver a Anina. Al final, luego de tanta espera, suenan las llaves y la puerta se abre. Su amiga ingresa al hogar y nuestra amiga Gatuna levanta la cola, luego las patas y corre a saludarla.


  • ¡Hola, gata mía! ¿Cómo está mi parcera del alma?
  • Miauuu (Feliz de que estés de nuevo en casa)
  • Qué bueno que estés bien, Gatu. ¿Comiste?... Eso, así me gusta. Ya te abro la puerta.
  • Miauuu (¡Gracias!)


Gatuna corre al patio, buscando si sus amigos pajaritos aún están allí, pero no, no hay rastro de ellos. Bueno, otro día será, igual todavía hay muchísimas cosas que puede hacer en el patio, como correr, treparse a la fuente o a los árboles, oler la grama, en fin. Le encantaría hacer todo esto acompañada, pero su amiga humana está muy cansada, no quiere jugar.



Ciertamente, Anina llega cansada de su trabajo, no porque éste le exija levantar cosas pesadas o recibir el sol abrasante del mediodía. De hecho, le gusta su trabajo porque no debe hacer ninguna de esas cosas, así que su cansancio es más espiritual y emocional que físico. Sabemos que somos la unión de alma, mente y cuerpo y para estar en total bienestar debemos tener los tres componentes sanos.


Pero Anina no puede decir esto acerca de ella misma. Su cuerpo es sano, por lo cual vive muy agradecida, ocasionalmente le da uno que otro dolor, pero en el mundo en el que vivimos, lo que respiramos y comemos, lo que callamos y sufrimos, es normal tener el cuerpo en cierto desequilibrio. En cuanto a su mente, se puede decir que es sana, no tiene ninguna enfermedad (si no contamos como enfermedad el adaptarnos a estos tiempos y sus situaciones ilógicas), pero tampoco está bien, del todo, al menos como ella quisiera. ¿Y, pues, cómo estarlo? No ama su trabajo.


No es que tengamos que amar nuestro trabajo per se, según Anina. Ella cree que esto es otra falacia derivada del capitalismo salvaje: “amemos nuestro trabajo, dejémonos explotar con amor, seamos esclavos y sonriamos a la par…”. No es el hecho de amar nuestro trabajo sólo por el hecho de estar trabajando, sin importar qué estamos haciendo o cuán cerca nos tiene de ver nuestros planes realizados, no es eso. Anina sabe que trabajar es la única opción que se tiene en un mundo en el cual vivir vale más que las experiencias que tuvimos o las personas a las que amamos. La vida ahora tiene un valor monetario, que se ve en cuestiones tan simples como la supervivencia a otras más extremas, como comparar el valor de la vida con la cantidad de dinero en el banco, o propiedades, o lo que sea, porque de todo se ve.


Pero si ella debe trabajar, si todos debemos hacerlo, pues hay que hacer algo que nos llene, que nos haga felices, que despertar en la mañana para trabajar sea una dicha en vez de un karma. Sea lo que sea, es irrelevante. Anina piensa que si alguien es feliz haciendo zapatos, pues debe hacerlo, dejando a un lado la concepción de que el trabajo es solo una manera de acumular riquezas. De ahí viene la dignificación del trabajo, no de cuánto se devenga, sino de cuánta felicidad trae para uno mismo y para los demás. Y ese es el problema de Anina, que aún no sabe qué es aquello que la hace feliz.


Anina es antropóloga y le gusta serlo, cree que es una buena manera de trabajar en algo que le gusta, aunque no la llena del todo. De todas formas, eso no importa en este momento, porque trabaja en algo muy alejado de eso. Es mesera en un café cercano a su hogar, a veces también hace domicilios y encomiendas. Le pagan bien, es un horario razonable y le queda cerca a su casa, es más, conoce gente nueva todos los días y sus jefes la tratan como si fuera su hija. Es un buen trabajo, pero no la hace feliz.


Ella aún no sabe qué quiere en realidad, pero tiene muchas ideas. Ella quisiera poder sembrar una buena semilla en el mundo, que crezca y se multiplique. Quiere dejar su huella, así sea una huella anónima, no sabe cómo, pero sabe que lo hará. Le gusta pintar, escribir, tomar fotografías, montar en bicicleta, pero no puede hacerlo mucho, al menos no tanto como le gustaría. No tiene tiempo. Y si logra encontrar algo de tiempo, no lo aprovecha.


Su espíritu se siente decaído, no encuentra valor en sus acciones diarias, excepto los momentos que pasa con Gatuna, esos sí la llenan, le dan la energía que necesita para salir todos los días al café. Pero es lo único, ella necesita más que eso para sentirse plena consigo misma. No halla la forma de cambiar esto que la molesta. Sería tan feliz si pudiera viajar, si al menos tuviera a alguien que la acompañara, o el coraje de hacerlo sola, o el tiempo, o el dinero, o…


-¡Quisiera salir, conocer el mundo, encontrar un amigo a quién amar!


Tan solo una pista que la lleve al camino le haría muy feliz.